El nacimiento de cada hombre está presidido por un ángel llamado Daena, que tiene la forma de una niña bellísima. La Daena es el arquetipo celeste a cuya semejanza el individuo ha sido creado y, al mismo tiempo, el testigo mudo que nos espía acompaña en cada instante de nuestra vida. Sin embargo, el rostro del ángel no permanece inalterable en el tiempo, sino que, como en el retrato de Dorian Gray, se transforma imperceptiblemente a cada gesto, a cada palabra nuestra, a cada pensamiento. De este modo, en el momento de la muerte, el alma ve a su ángel, que según la conducta de su vida viene a su encuentro transfigurado en una criatura aún más bella o en un demonio horrendo, y que susurra: «Yo soy tu Daena, la que han formado tus pensamientos, palabras y actos.»
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